Relato de mis 13 horas como pescador de jibia en alta mar
Añoré "el buen regreso" tras salir a la mar a bordo de un bote de 8,5 metros de largo. Jamás pensé que viviría una de las experiencias profesionales y humanas más hermosas de estos últimos años. Fue feliz por la buena pesca.
La idea de salir a pescar en un bote artesanal la tenía desde hace varios años. Admito que siempre tuve miedo a que me pasara un accidente en alta mar y eso frenaba mis ansias. No saber nadar es un tema. Pero la semana pasada hablé con el dirigente Miguel Ángel Hernández y con él coordinamos esta aventura. El lunes sería el gran día.
Lunes 21 de noviembre. 18.40 horas. Llegué atrasado a la cita con los tripulantes del bote "Mami Tere", que ya zarpaba cuando yo recién pisaba el cemento del muelle de Puertecito. Desde la distancia, Jorge "Cobreloa" Ambrosetti Adasme (53), el patrón de lancha, me gritó: "Rodrigo, por acá". Y tuve que saltar por encima de dos botes para llegar a la embarcación que me llevaría a vivir esta inédita travesía de ir a pescar jibia.
Una vez que estuve a bordo del bote, sentí una intensa preocupación. Nunca pensé que iríamos en una nave de apenas 8,5 metros de largo (eslora) y en la que no había más que unos tablones, tarros de plástico, salvavidas y trajes de agua, pero ningún lugar donde guarecerse. Ya estaba ahí y no pensaba arrepentirme. Siempre supe que tendría "un buen regreso". Los otros tres tripulantes me saludaron. Pensé que se estarían preguntando quién es este. Ninguno de ellos sabía que un periodista se embarcaría con ellos. Y nos fuimos en aquella estructura de fibra de vidrio que puede cargar hasta 5.000 kilos de pesca.
Nos alejábamos de la bahía cuando por el internet del teléfono me enteré del terremoto que hubo ese día en Japón y de una posible alerta de tsunami. El patrón de la lancha, Jorge Ambrosetti, me dijo no me preocupara y que no nos devolveríamos. Y salimos raudos para avanzar hasta 25 millas (40 km de distancia). Otras cien lanchas hicieron lo mismo aquella tarde.
En el viaje de tres horas fue imposible no pensar en los cuatro pescadores sanantoninos que desaparecieron en el bote Don Juan II, el pasado 2 de julio pasado. Ahí murieron el hermano de "Cobreloa", Juan Ambrosetti Adasme, su hijo Juan Ambrosetti Santander, Nelson Romero Guzmán y Carlos Ibarra Berríos. Del sufrimiento de sus familias aún queda mucho, y de sus historias, también. Caía la tarde y el sol nos regaló una postal insuperable mientras yo me encargaba de conocer al resto de la tripulación. Nelson "El Bigote" Serrano Devia (58), Víctor "Vitoco" Ortiz Contreras (60) y Nelson Ambrosetti Adasme (48) completaron el total de navegantes.
"Nos armamos de valor porque a veces el tiempo no nos acompaña y hay mucho viento. Salimos a la mar y andamos mirando por si vemos algo de ellos (los tripulantes del bote desaparecido)", afirmó "Cobreloa" sobre este tiempo de duelo tras el deceso de su hermano, su sobrino y sus amigos.
Zona de PESCA
Antes de llegar a la zona de pesca comprobé que no tendría problemas para navegar. Cero mareo, cero vómito. Supe también que si quería orinar, lo debería hacer en un tarro; ni pensar en algo más que eso. Como ya era tarde, estaba oscuro y empezaba a hacer frío, nos tomamos la primera taza de café y comimos pan con jamón. El agua la calentaban en una cocinilla que siempre estuvo a cargo de Nelson Ambrosetti, quien además servía amablemente para los demás. En el incesante vaivén, pude sorber sin botar nada. En el bote todo iba en orden. La mar estaba "calmita".
"Aquí nos vamos a parar", dijo "Cobreloa" después de mirar el GPS. Él ya había anticipado que conseguir una buena pesca depende, muchas veces, de la suerte.
"Mira, Rodrigo, ahí hay unas jibias chiquititas", afirmó el capitán. Pero yo no vi nada. Eran pasadas las 22 horas y los cuatro pescadores se aprestaron a sacar sus implementos. Así apareció la "tota", el anzuelo que se usa atado a un cordel o línea y que puede meterse hasta 60 metros o más en la profundidad del mar.
Cada uno con su tota, comenzaron a esperar que picara. El primero en capturar una jibia fue el patrón de lancha. La trajo a pulso tirando el cordel. Cuando el molusco aparecía en la superficie lanzaba un chorro de agua. Atrapado por el pescador, es tomado con un gancho y puesto sobre cubierta, donde se le corta el ramal (la parte de los tentáculos) y se le sacan los interiores con un potente destripador. La jibia moribunda queda repartida en dos partes mientras su tirana, la tota, ya está en el océano para arrastrar a otras a que corran igual destino.
Al cabo de un rato me cercioré que yo no estaba incluido en los que usarían la tota. Hablé con Nelson Ambrosetti para que me pasara una. No había ido a mirar, sino que también a practicar.
A las 23 horas ya está con mi tota en la mano. La tomé fuerte (pesa unos 3 kilos), me acerqué al borde de la lancha y la lancé lejos. Fue en ese instante en que mi grabadora de audio, que colgaba de mi cuello con un sujetador, se enredó en el cordel y se fue directo al fondo del mar. "Ja, ja, ja, ja, se le cayó la grabadora al Rodrigo", se rió uno de los pescadores. Yo, resignado a esa pérdida, sólo atiné a a reír.
Casi 40 minutos pasaron desde que empezó mi pesca hasta que pude atrapar la primera jibia. Me costó tirar la cuerda hasta arriba pues son animales que pueden pesar hasta 50 o 70 kilos. Luego, Nelson Ambrosetti la tomó y la puso en el bote. Minutos después, me atreví a descuartizar a una de ellas. Lo hice con el enorme cuchillo que usaban mis compañeros.
Cuando la jibia empieza a picar, los pescadores solo se preocupan de capturarlas y sin parar tiran y tiran la tota. Deben hacerlo rápido antes de que se vayan o que los lobos marinos se las coman o espanten. De igual forma lo hicimos esa noche. En un momento pude ver que todos estábamos sacando y sacando jibias. En breve se empezó a llenar el bote. Yo, que nunca había hecho esta faena, ya me había engolosinado y contaba cada una de las que podía atrapar. Me cansé, me dolían los brazos y las piernas, sudé como nunca. Sentí los pies llenos de agua y recordé que estaba sin botas y que sólo llevaba puestos unos bototos que no aguantaron los chorros que lanzaban las jibias. Sentí calor en medio de esa oscuridad que sólo se alumbraba con las luces de los demás botes que se veían a distintas distancias y cuyos tripulantes se comunicaban por radio para "datearse" sobre el lugar y la profundidad en que las jibias aparecían.
"Vamos bien", expresó el "Vitoco" que me veía medio aproblemado con la carga laboral que había asumido en forma voluntaria. Yo sólo pensaba en sacar jibias. Eso me pasó la cuenta porque en un instante pensé que había picado y tiré el cordel con tal fuerza que la tota, que venía sin el molusco, saltó sobre cubierta y amenazó con rozarme la cara con sus decenas de clavos puntiagudos. Pero eso no pasó, algo impidió que me accidentara. "Ten cuidado, eso es peligroso", me repitió "Vitoco", que ya había tomado confianza conmigo.
A esas alturas, acalorado y cansado, sólo quería comer algo y dormir. Pero aguanté. "Tení que juntar 100 jibias", me gritó "Cobreloa". Yo también quería idéntica cantidad y por eso le di sin parar a la pesca. "Allá viene ella", lanzó "Vitoco" y me pregunté a qué se referiría. Era la luna que, pasada la medianoche, nos llegó a visitar y yo con ella hablamos frente a frente. Ella, coquetona, me las cantó claritas: "Si luchas, lo vas a conseguir", me repitió, y yo le creí y con eso me quedo. Había llegado la hora de la melancolía.
Con 29 jibias a mi haber, nos cambiamos a pescar a otra parte pero mi aporte no aumentó. Sentí un poco de rabia y mientras navegábamos de noche, dormí acurrucado en el suelo, todo doblado, pero con el corazón lleno de esperanza, esa esperanza que me dieron estos trabajadores del océano.
Comprendí que no porque uno apure los tiempos, las cosas que perseguimos pasan en forma inmediata. "Cobreloa", ya convertido en un experimentado hombre de mar, me explicó que la paciencia también sirve para conseguir una buena pesca y para todo en la vida.
"Para la vida que llevé antes de andar peluseando, con la pesca ahora estoy feliz y conforme; tengo de todo en mi casa gracias a la platita que gano en esto", me contó "Vitoco", que habló de sus siete hijos y sus cuatro ex mujeres.
De Nelson Ambrosetti me llamó la atención que además de pescador, trabaja como reponedor en el supermercado Tottus de Barrancas. Cuando navegábamos, me dijo que no puede evitar recordar a su hermano Juan Ambrosetti Adasme, quien le enseñó esta pega. "Él siempre está conmigo", admitió.
"El Bigote" me relató sus naufragios y cómo se salvó con sus compañeros de vida. "Uno está acostumbrado a esto", aseguró este padre de tres hijos.
Rumbo a Puertecito, pude dormir otra media hora. La brisa marina caía sobre mi rostro, sentí mis pies húmedos. Nelson Ambrosetti y "Vitoco" me armaron unos calcetines con un polerón viejo y "Cobreloa" me prestó un par de zapatos. Me sentí aliviado.
Llegamos con 2.200 kilos de jibia. A las 08.15 horas recalamos en el muelle. "Fue una pesca excelente, vamos a llevarte más seguido porque fuiste la cábala. Te felicito por tu trabajo porque yo he llevado a otra gente a navegar, incluso a unos alemanes y un teniente de la Armada, pero ninguno pudo pescar una jibia, y tú pescaste 29 y pillaste unos monstruos o cracker, así les llamamos a las jibias XL", aseguró el patrón de lancha.
Volví a mi casa muy cansado y adolorido pero feliz por compartir con estos hombres de mar que son parte de nuestra historia. De ellos me llevo sus frases, les agradezco los cigarros que me regalaron para abrigar la noche y cada gesto de amabilidad que me ofrecieron.
"Tai listo pa ´pescador si te echan del diario", me dijo uno de mis compañeros en el mar. Yo seguiré con mi pasión de periodista, con la vocación de un aprendiz, con mis manos listas para construir. Ya en mi hogar disfrutaría de las bondades del "buen regreso" que añoraba, pero de aquello no puedo contar.