Cuchuflera revela los secretos de este tradicional producto playero
Hace más de veinte años que María Sepúlveda recorre las playas de El Tabo ofreciendo los apetecidos cuchuflís y barquillos durante cada verano.
Desde lejos se le escucha entonando el clásico "¡cuchuflí y barquillo!", delicias que son una verdadera tentación para los veraneantes en las playas del Litoral Central.
María Sepúlveda Guzmán lleva más de veinte años en el rubro. Comenzó de la mano de su esposo, Alejandro González, quien le enseñó los secretos de este tradicional oficio playero.
"Mi esposo aprendió de su abuelito, que hace más de 80 años empezó a trabajar en los cuchuflís. Después su mamá tenía la concesión y así fue pasando por la familia hasta llegar a él. Antes los compraban, hasta que un día se decidió a aprender a hacerlos", recuerda María.
¿chuchás o cuchuflís?
"Al principio, a mi esposo le salían malos. Sacaba cajas y cajas de cuchuflís malos. Él les decía chuchás, porque vez que hacía uno malo echaba chuchadas", cuenta con entusiasmo la mujer que en la década de los '90 se trasladó desde Cartagena a El Tabo para desempeñarse en el negocio.
"Mi esposo tenía un trabajo estable pero lo dejó y empezamos a vender cuchuflís. Veníamos todos los fines de semana a vender a El Tabo. Traíamos cocina, galones de gas, mesa, cajas, de todo. Hasta que un día dijo 'ya, nos vamos con petacas y cabros chicos para el Tabo'", afirma la mujer que por aquellos años tenía dos hijos pequeños.
"En ese tiempo el trabajo en la playa era mucho mejor. Había más gente, se vendía mucho más, las relaciones de los vendedores eran más amistosas. Ahora cada uno quiere vender más y más, entonces hay mucha competencia", asegura María.
"Antes lo único que se vendía en la playa era el cuchuflí y el barquillo. Después salieron las palmeras, los helados, el pan de huevo. Antes se vendía mucho: unos 200 paquetes en una sola tarde; ahora sacamos apenas 50 o 30 paquetes o hasta 25. Bajó mucho la venta", lamenta esta comerciante, que cada tarde recorre desde el sector de Chépica hasta los Siete Reales, en un trayecto de unas cuatro horas.
"Yo trabajo siempre en la tarde, desde las 3.00 hasta las 7.00. Salgo y no me siento. Apenas paro unos cinco minutos para sacarme la arena de las zapatillas y ahí sigo de nuevo, porque hay que collerearle a los otros. Antes corría en la playa, pero ahora ya no puedo. Me doy cuatro o cinco vueltas por la playa", manifiesta.
Con el paso de los años el oficio se ha ido perfeccionando. "Uno antes no andaba con cuchufleras, andábamos con canastitos de mimbre o cajas plataneras y después ya inventaron estas cuchufleras por comodidad", relata.
En baja
A pesar de la modernización, María observa que desde hace cinco años el oficio está en declive y las ventas han disminuido considerablemente. "Antes era muy barato y tuvimos que empezar a subir los precios porque subían el harina, el azúcar, el manjar y no nos salía a cuenta. Empezamos vendiendo los paquetes de cinco cuchuflís a 350 pesos, después los vendíamos a 500, a 600, ahora están a 800 y dos por 1.500 pesos los paquetitos de cuatro cuchuflís", comenta.
"Ahora traigo pocos para la venta porque no me gusta venderlos añejos. Si me quedan muchos, le digo a la gente 'traigo diet' (de ayer), pero los vendo más baratos, y a veces compran igual, aunque los prefieren fresquitos. Cuando vienen grupos grandes con niños, les ofrezco 'diet' y compran porque son muchos. Pero yo les aviso, porque me da vergüenza venderlos añejos, prefiero regalarlos o dejarlos en la casa. Siento que estoy estafando a la gente si no les digo que los cuchuflís son de ayer", explica la vendedora, que con un simple juego de palabras logra conquistar a su clientela.
Si bien María no se ha atrevido a poner las manos en la masa, año tras año se ha dedicado a mirar cómo su esposo prepara la mercancía que luego ella misma ofrece.
Para hacer los cuchuflís "se mezclan el harina con el agua y el azúcar, de ahí se va batiendo y viendo que no quede tan livianita o si no se esparce demasiado. Después se echa en las planchas calientes y se aplastan con el menjunje adentro, se abren las planchas y se dan vuelta. Al final se saca la masa con un palito y queda enrollado el menjunje con el centro hueco para rellenarlos", revela la mujer, a la vez que asegura que en tan solo tres minutos se puede elaborar un cuchuflí o un barquillo.
Que no muera
Aunque por ahora el oficio ha permanecido dentro de su familia, una de las incertidumbres de María Sepúlveda es no saber si las próximas generaciones continuarán como cuchufleros.
"Ya se está cortando la tradición. Mi esposo tiene parkinson y le cuesta más la fabricación. Mi hijo no quiere aprender. Mi nieto sí, pero tiene apenas 14 años y también quiere tener su profesión", afirma María.
"Es probable que mi yerno siga con esto, porque en unos años más quiere salirse del trabajo y dedicarse a los cuchuflís. Al final, aunque hayan bajado las ventas igual nos va bien y los cupos que tenemos en el sindicato son heredables para las familias", señala.
"Yo me veo hasta unos dos años más vendiendo, porque sufro de las rodillas y la cadera. De repente ando coja, entonces ya no puedo dar tantas vueltas por la playa. Si me siento mal no salgo", sentencia la esforzada trabajadora.
"Creo que el oficio debería seguir con los años. Si no queda uno, que sigan otros. Los demás cuchufleros que hacen su propia mercadería, seguro van a dejar a alguien que siga con la tradición. La misma gente dice: 'si vamos a la playa tenemos que comer cuchuflí y barquillo, sino a qué vamos'", ironiza María entre carcajadas.
-Si pudiera elegir de nuevo, ¿se quedaría con este oficio?
-Claro que sí, me siento feliz. Es bueno este oficio para mí, me gusta mucho y es bonito porque va de generación en generación. Tengo clientes de años. He visto crecer a los hijos, que después llegan casados y con sus propios hijos. Me gusta la playa. Me gusta estar rodeada de gente, lo paso bien.
María Sepúlveda se despide amablemente. Se echa su cuchuflera al hombro y se abre paso entre la blanca arena de las playas tabinas.