El Rabanito, el canicero más antiguo de San Antonio, revela cómo han sido sus 56 años en el oficio
El comerciante cumplió nueve años con un local que lleva su mismo apodo en calle Balmaceda. Empezó cuando tenía 12 años limpiando las cabezas de los animales y a los 14 pasó al mostrador, donde aprendió todos los secretos de la carnicería.
Osvaldo Saldías conoce la sangre, la carne de animal y sus cortes desde que era un niño. Cuando tenía 12 años entró al oficio de carnicero. A esa edad, luego de un tiempo pastoreando ovejas, le encomendaron la tarea de despostar cabezas de vacuno en una carnicería de Placilla. Tenía que sacar la lengua, los sesos, los ojos y todo aquello que tuviera utilidad para la venta.
En ese entonces ya tenía el apodo con el que lo han conocido toda su vida: "El Rabanito". Nunca abandonó el sobrenombre ni el rubro. Hoy es el carnicero activo más antiguo de la comuna de San Antonio.
Tiene un local con su mismo sobrenombre en calle Balmaceda, casi al llegar a la esquina de Lauro Barros. La gente pasa por afuera y lo saluda con amistosos gritos. Él responde con la misma energía. Lo conocen hace décadas.
Probablemente pocas personas saben que su verdadera identidad es la de Osvaldo Raúl Saldías Caballero. Ni él mismo responde por su nombre.
"Una vez lo llamaban del hospital y no se daba cuenta que Osvaldo era él", cuenta su compañera de hace más de dos décadas, Inés Peña.
Son las 13 horas con 11 minutos del lunes 4 de diciembre. Dos personas esperan por atención. El cliente y el carnicero bromean. "Échame la yapa po'h viejo ", dice el primero.
La entrevista estaba concertada con antelación. El hombre sabía exactamente quiénes éramos y a qué íbamos. "Llegó la prensa", le contó a sus compradores.
"Ahora sí que llegan todas tus admiradoras", le respondió uno de ellos. "Este es el carnicero del pueblo", agregó el mismo sujeto. Era un hombre moreno, mayor y con la talla a flor de labios. "Que el periodista pregunte si el viejo es bueno pa' la carne cruda", susurró entre risas.
En la caja registradora está Inés. Mira como las bromas van y vienen de un lado a otro del mostrador. Está acostumbrada. La simpatía de "El Rabanito" es su principal herramienta de trabajo. Por eso, según cuenta, ha conservado una clientela fiel en el tiempo.
La primera pregunta es obvia: ¿de dónde viene el apodo?
"Nací con él. Cuando era chico era coloradito, así que me empezaron a decir así y nunca dejaron de hacerlo", revela.
El color de sus pómulos, hoy más blancos que los de un rábano, son acompañados por el profundo verde de sus ojos.
"A los 14 años pasé de limpiar cabezas al mostrador. Las chiquillas iban a comprarme. Decían que yo era encachado", confidencia el hombre sin falsa modestia.
"Y este se lo creía", interrumpe Inés.
"Fui creciendo con esas clientas. Hoy son mamás y abuelas. Me han acompañado siempre", prosigue él.
Su primera pega fue en la carnicería La Porteña de Placilla, en la década de los 60. Rafael Carreño era el dueño o "el patrón" como prefiere llamarlo Osvaldo con nostalgia.
Con él luego se cambió a "Los Tres Chanchitos" y años más tarde a un local en el Mercado de San Antonio.
Tiene una lista, escrita con su puño y letra, de todos quienes compartieron la labor con él. Insiste en que sea incluida como forma de homenajearlos. "La mayoría ya partió de este mundo", se lamenta.
Ellos son Luis Cartagena, Mario Pozoa, Luis Álvarez, "Reineko" Castro, Vicente Olivares, Carlitos Carreño, Germán Chacón, "Pocho Amao", Carlitos Díaz, Boris Muñoz, Mario Álvarez, "Arturito", Efraín Farías y Ramón Olmedo.
Hace nueve años se atrevió a abrir su propio comercio. Sus consumidores habituales siguieron al "El Rabanito" al mencionado establecimiento de Balmaceda. Hoy tiene 68 años y seguirá al mando hasta que las fuerzas se agoten. "Quedan, no tantas como antes, pero quedan", confiesa Inés.
Un joven de pelo rubio y crespo entra al local. Se queda mirando algo perdido.
"¿Para asado?", exclama.
Se trata de un muchacho extranjero. El acento lo delata, pero es imposible identificar su nacionalidad a simple vista. Se va y sigue la cháchara.
Mientras tanto, Inés reveló que la salud de su esposo ha pasado por momentos complejos. Hace poco más de dos años fue internado en el hospital Claudio Vicuña.
"El cigarro me pasó la cuenta", confidencia en cuanto se integra a la conversación. El muchacho extranjero paga una cuenta de 9 mil pesos.
Allí, enfrentando la posibilidad de la muerte, Osvaldo hizo lo que no había hecho en veinte años y le prometió a Inés que se casarían de una vez por todas.
"Llevábamos mucho tiempo juntos. Éramos vecinos y ya teníamos la vida resuelta. Él tuvo hijos antes por su lado y yo los míos, pero ya estábamos tanto tiempo juntos que era hora", complementa ella.
Según él, su boda es por lejos la mejor anécdota de más de medio siglo de trabajo.
En marzo del 2015 andaban haciendo unos trámites cuando se acercaron al Registro Civil para pedir una hora para el matrimonio.
Era lunes. Juraban que demorarían meses en que un oficial los declara marido y mujer, sin embargo, el jueves de esa misma semana ya estaban celebrando el casamiento.
"Quedé sorprendido por lo rápido, pero era necesario. Yo quería casarme. Ya era hora", insiste el "Papá Rábano", como le llaman los más jóvenes.
Antes de atender a otro cliente que se asoma al mostrador, el hombre revuelve un fondo de aluminio con una enorme cuchara de palo. Prepara chicharrones.
Su local, de acuerdo a su relato, se diferencia de las grandes cadenas por al menos tres aspectos.
El primero: "Hay de todo. Hasta ojos congelados tengo por ahí. De los colegios compran para sus clases", revela.
El segundo: la variedad de sus productos. Hay chunchules, lenguas, entrañas y una larga lista de derivados del animal. Lo único que no hay son los cueros. "Todo es fresco. Viene de Santiago o del matadero de Cartagena. Nosotros nunca tenemos la carne aliñada por ejemplo. En los supermercados hacen eso para meter carne más añeja", advierte.
Y tercero: "El Rabanito" es una carnicería popular. "Hay gente que llega y compra 500 pesos de carne molida. Apenas un puñado. Se llevan unos huesitos para un caldo y nada más. Nosotros le damos una yapa, porque uno sabe quiénes son, qué necesitan y que en otros lugares no les van a vender igual", apunta él.
"A mí me gusta decir que esta es la carnicería del pueblo y así será hasta el día que me muera", finaliza.