Los 18 en familia
por Rodrigo Ogalde, periodista.
Pensar en las Fiestas Patrias me lleva a recordar a mi abuelo Victoriano Alfonso (QEPD). A mi abuela María del Carmen, que aún vive y da la pelea a sus 92 años; siempre la llevo en mi corazón y no hay día en que no piense en sus arrumacos, en todo ese amor que nunca olvidaré.
Con ambos me crié hasta los 8 años. Ellos, en la década de los años 60, emigraron de San Carlos, en el sur, a vivir a Quillota, la ciudad de las paltas, en la Región de Valparaíso. Tuvieron ocho hijos: dos hombres y seis mujeres. Los Cofré-Ramírez crecieron en el sector de La Palma, una zona rural que hasta los 70 era un fundo que con la Reforma Agraria fue dividido en parcelas, unas de las cuales quedó en poder de mi tata y su descendencia.
"El papá", como le decíamos los nietos al abuelo, fue arriero en el sur, no sabía escribir ni leer y nunca entendió que el planeta fuese redondo. Nació apatronado, campesino incansable, se pasó la vida alegando contra los "futres". Era un hombre más bien huraño, creía que el fútbol y la TV eran unas porquerías que solo hacían perder el tiempo. Desde niño le enseñaron a trabajar duro y de sol a sol; tuvo que defenderse de los ladrones y nunca se quedó callado ante la injusticia. Fue un corajudo, un valiente.
Alguna vez, el año 1995, burló la seguridad del entonces Presidente Eduardo Frei Ruiz- Tagle, que visitaba Quillota, para entregarle en sus manos una carta que alguien redactó para él y en la que exponía al ex Mandatario su malestar por la exigua jubilación que le pagaban. Ahora que lo pienso bien, creo que siempre le pagaron mal en sus trabajos, siempre hubo algún acomodado señor que se embolsó toda la plata y a sus peones les dio poco o nada, los explotó. ¿Cuánto de aquello todavía pasa en Chile?
Vuelvo a pensar en las Fiestas Patrias de mi niñez. Recuerdo que mi abuelo criaba cerdos, engordaba uno a más no poder y así, para el 18, se armaba una gran fiesta familiar, que más que música y baile, era una comilona remojada con unos pocos vasos de vino tinto y muchas, pero muchas empanadas de horno hechas por mi abuela y que eran muy ricas. La viejita también hacía arrollado de huaso y me dejaba sacarle la grasa del borde porque para mí es incomible. El abuelo, al fragor de la fiesta dieciochera, se ponía alegre, como no era común verlo y dejaba que los nietos jugáramos libremente entre los árboles frutales y los paltos que había en la parcela. Yo, más retraído que hoy, veía con agrado lo que pasaba durante ese día, que quizás ocurrió solo una vez pero que yo digo ahora que se repitió varios años. A ese bacanal llegaban algunos de los tíos y tías, los primos más grandes y, uno que otro yerno o nuera de mis abuelos. Era 18 y la bandera chilena flameaba dichosa en medio del verde del campo. Yo sentía una felicidad inmensa de estar ahí, no por el espíritu patriota que resurge en septiembre, sino porque percibía, más que nunca, ese calor que nos da la familia. El 18 siempre es mi fiesta preferida, más que la Navidad o el Año Nuevo. No era el asado lo que hacía que ese día fuera maravilloso, eran ese aire de primavera y el calor de familia que, más que en el resto del año, venía acompañado de la inocencia de los niños, de la alegría de los adultos que allí estaban reunidos.
Tiempo después, cuando tuve 12 años, supe que septiembre cargaba en Chile con un peso de horror, muerte y persecución. Para esos dos septiembre, tan distintos, debe haber espacio en nuestros corazones.