Juergas de Barrio
""No seai longi", así decían los parroquianos a los que pestañeaban en un barrio que bullía de actividad entre feriantes, camioneros que voceaban frutas y verduras, trabajadores del puerto que sacaban el cansancio laboral con unas cervezas o en unas apasionantes mesas de pool. A tan solo una cuadra y un poco más, los cines Cervantes y Victoria competían con películas mexicanas, del oeste o aquellas del seductor agente 007. Para los niños de entonces la tostaduría de don Sergio González impedía entrar en el cine Victoria sin la tibia bolsa de maní recién tostado con aquel crujido inconfundible al romper cada vaina, cadencioso ruido que se deslizaba entre los sonidos cinematográficos. En el Cervantes el encanto de las golosinas estaba a cargo de Olguita Maira con su eterna sonrisa y unos ojos verdes que prometían el dulce trofeo entre frascos inmensos de caramelos y chocolates; inolvidables las almendras confitadas.
El mismo cine funcionó como teatro para veladas artísticas de colegios, con representaciones tan clásicas como la interpretación de aquella melodía de los tres alpinos. Los artistas nacionales también allí realizaban sus presentaciones, aún recuerdo a las fans del Pollo Fuentes y los gritos de las fanáticas. También la visita del niño Juan Carlitos, que triunfó con la canción La Noche ha Vuelto a Llegar , fue el tránsito más lento que se haya visto desde el Cervantes hasta la Radio Sargento Aldea, tan solo una eterna cuadra en que todos querían estar cerca del pequeño artista. Mi ventaja fue verlo desde el segundo piso de mi casa, desde el mismo lugar en que vi pasar el cortejo de Mario Montucci y del camión que ocasionó una triple colisión al bajar con los frenos cortados desde el cruce de Cartagena.
Quiero creer, en algún momento de gratitud, que viví en el paraíso; me pueden contradecir, pero yo siento que nací en un lugar sin límites para ser feliz con todo y con nada. Con todo el cariño de la familia, amigos y vecinos y sin nada de juguetes comprados, aunque mi querida bicicleta Oxford me llevó a traspasar los límites de las fronteras autorizadas para jugar, eso era traspasar el puente Arévalo y la plaza de San Antonio, ese era nuestro patio de juegos. Tirarnos en un carretón hechizo y con ruedas de rodamientos dados de baja, habitualmente regaladas por el mecánico "Caregato", el pequeño gran hombre de manos siempre engrasadas y ocupadas que invariablemente encontró tiempo para sonreírnos y facilitar nuestros juegos de infancia.
La pregunta clásica era ¿vas a salir a jugar? y luego las pichangas, el paco ladrón, el rin rin raja y escondidas entre los patios de la iglesia y de la escuela industrial no se hacían esperar, como tampoco pasar a pedir los recortes de las hostias el día sábado, o bien hacer escopetas de tablas amarradas con pita a la cintura, materias primas obtenidas de los feriantes, de entre quienes la imagen bonachona de don Nono Soiza viene amable a la memoria por la paciencia y cariño que prodigó a tanto cabro chico circundante. Creo que él sabía que esperábamos ver una sandía quebrada para que nos la regalara, hay que saber lo que es comer un blanquillo maduro y chorrearse por completo sentados entre varios en la solera de piedra o jugar a la rayuela con monedas de bronce y un tizado en la tierra que bastan para jugar una tarde entera.
La figura de Juan Alsina se confunde cuando irrumpe alegre en nuestros juegos o muy serio cuando nuestros gritos incomodan la misa, más de una vez salió a pedirnos que jugáramos sin gritar, seguro que ni él se creía tamaña petición. Siempre me emociona recordarlo inseparable del gusto por cocinar y disfrutar la vida, al menos así lo vivió en casa de los Amado Apud y quizás en muchas otras, me queda la penitencia de un padre nuestro y un avemaría en aquella confesión previa a la primera comunión oficiada por Enrique Troncoso y el propio Juan Alsina.
Septiembre se anunciaba con la llegada del circo, Las Águilas Humanas con su despliegue de leones, cebras, jirafas, monos, perritos amaestrados que desfilaban por Centenario y la chiquillada de entonces a la siga de tamaña novedad. Cierto es que me llevaron muchas veces al circo, pero nada era parecido a la emoción de colarse por camarines y carpas, algo parecido a la adrenalina de robar ciruelas verdes cerca del puente colgante o del puente Arévalo. Y ahora que lo pienso bien, lo más emocionante era ingresar al túnel del estero Arévalo, el mismo que desemboca en la caleta Pacheco Altamirano. He de confesar que solo me dio el ánimo para unos metros, otros sí realizaron la valerosa travesía, eso sí que para colgarme de una micro o tirarme en bicicleta por 21 de mayo, y sin frenos, no faltó valor. Son memorias de la infancia en las calles de San Antonio, de una palomilla cuyo barrio parece ya no existir, pero que conserva algo así como una cofradía de los que tienen barrio, como mis viejos amigos del Checo, y saben sonreír cuando les gritan "¡¡¡No seai longi!!!"