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El compromiso de la voluntaria más antigua de la Cruz Roja

Amelia Núñez Rojas tiene 85 años, la mayor parte de ellos al servicio de los demás a través de un voluntariado que es todo para ella.
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Amelia Núñez Rojas camina rápidamente en medio de la noche y el barro hacia lo que hoy es la población Juan Aspeé de San Antonio. Al llegar al puente Llollito toma sus precauciones porque el viaducto tiene varios tablones sueltos. Da pasos cortos y con cautela, pero de pronto se detiene de improviso ante una figura oscura y amenazante que ve junto a unas zarzamoras.

Corrían los inicios de los años 60 y Amelia, que entonces tenía unos 20 años de edad, era una joven voluntaria de la Cruz Roja de Llolleo que acudía a ese oscuro sector de este puerto a realizar el tratamiento a un pequeño niño que requería con urgencia inyecciones de penicilina. Era un caso de vida o muerte para aquella época.

La figura que enfrentaba Amelia era un hombre que vestía un chaquetón largo de color negro, un sombrero del mismo tono, las manos enfundadas en los bolsillos y expresión adusta en el rostro.

La voluntaria se estremeció. Aguzó la vista. Sabía que aquella persona oscura era un asaltante que no tenía buenas intenciones. Las opciones eran seguir adelante o regresar por sus pasos. Pero para Amelia el deber era más importante y decidió enfrentarlo.

Lo que sucedería más adelante, jamás lo habría pensado.

Amelia Núñez Rojas tiene hoy 85 años, es la voluntaria activa más antigua de la Cruz Roja filial Llolleo. Ingresó a la causa humanitaria el 16 de julio de 1955. Una fecha que lleva marcada a fuego, por cuanto era el día del cumpleaños de su padre. Cuando se incorporó a la institución motivada por su espíritu de servicio, prometió ofrecer su servicio a Dios y a sus semejantes para toda la vida y sin esperar retribución de ningún tipo.

Amelia peina canas, tiene su cara cubierta por las huellas del tiempo, camina con alguna dificultad y, a veces, se apoya en un bastón. Tiene además ojos oscuros y vivaces. Con su dedo índice apunta hacia su cabeza y dice: "lo importante está aquí".

En su cabeza guarda fechas e imágenes que nunca olvidará. Como una serie de chispazos que de pronto vuelven a su mente y reviven escenas que sucedieron hace 40 años. Tal como aquella oportunidad donde atendió a su hermano mayor enfermo durante cuatro días para salvarle la vida. Siendo una joven comprendió de esa difícil manera que tenía algo en su interior que la hacía preocuparse por los demás, una fuerza propia que la impulsaba a ayudar a sus semejantes, pero no sabía cómo canalizarla.

Fue el mismísimo doctor Thomas Flanagan quien la guiaría hacia la Cruz Roja. Ese sería el comienzo de una historia que lleva 59 años. "Me enamoré de inmediato del trabajo que realizaban las voluntarias de esta organización. Me encantó el orden, la humanidad, la comprensión y el respecto que había aquí. Siempre he sido una persona muy ordenada, así es que encontré un espacio para mí", cuenta en una de las salas del moderno y acogedor recinto que la organización tiene en la calle Echaurren de Llolleo.

El recinto fue donado a esta filial de la entidad por la cruz Roja de Suiza tras los daños sufridos por el anterior establecimiento en el recordado terremoto de marzo de 1985. Aquí las voluntarias tienen de todo para hacer su trabajo: cocina, baños, espacios para reuniones y atención de pacientes. Para llegar a esto debieron pasar por muchas vicisitudes. Golpear puertas por todos lados, pedir recursos para ayudar a los demás, meterse muchas veces las manos al bolsillo para esta "segunda casa", como la denominan.

Amelia recuerda que "cuando llegué había como 15 ó 16 personas. La mayoría eran de edad, yo era la más joven, ¡imagínese! ¡Cuántos años han pasado! Ahora soy la más antigua". Junto con su voluntariado, esta sanantonina fue secretaria de la filial, luego presidenta de la misma durante cuatro periodos seguidos hasta que se retiró del directorio hace 8 años.

Nunca ha perdido su amor por ayudar. Atendió a pacientes gratis cuando nadie lo hacía, a las horas que nadie esperaba y en lugares a los que ningún médico o auxiliar quería ir. "Puedo decir que conozco gran parte de las casas de Llolleo, desde las de más recursos hasta las más pobres. Hay generaciones de llolleínos que atendí, desde los abuelos hasta los nietos. Aquí me conoce harta gente", dice con entusiasmo.

Muchas historias y anécdotas han tenido como protagonista a Amelia Núñez Rojas. Son recuerdos que motivan a sus compañeras y que de tarde en tarde se da el tiempo de volverlas a contar al calor de una estufa y en compañía de un té, junto a sus amigas que comparten la misma pasión en la Cruz Roja. Son ellas quienes le piden que las vuelva a contar. No importa los años, no importa cuántas veces las haya contado. Para todas es una motivación y, por cierto, un ejemplo a seguir.

"Sí, muchas me consideran un ejemplo, pero yo sólo he hecho lo que tenía que hacer nomás. He cumplido mi promesa tal como me lo propuse desde un primer momento", cuenta.

deber cumplido

Una de sus historias dice relación cuando por allá por 1967 atendió al hijo del cuidador de los puentes del tren en el fundo Llolleo. El pequeño sufría de pulmonía y estaba grave, necesitaba la penicilina. "Me pidieron que hiciera ese operativo y me fui caminando desde Llolleo hasta allá mismo (unos 8 kilómetros). Estaba lloviendo y había mucho barro. Me fui así nomás. Llegué, puse las inyecciones y regresé. Recuerdo que una persona se consiguió un tractor para pasar por las partes donde había más barro. Me dijeron que me subiera y pasé a la parte de atrás. Pensaba que ahí estaría bien, pero cuando empezó a moverse el tractor con las ruedas grandes tiraba el barro para atrás y me caía todo a mí, jajajaja. Quedé peor. Llegué a la casa embarrada entera, parecía mono, jajaja", ríe de buena gana.

-No, si sabían en lo que yo andaba. Además, ayudar era mi misión. Y sabe qué, yo soy muy creyente y esa noche agradecí al Señor -como siempre- la oportunidad de servir y me dormí tranquilita.

También recuerda los terremotos que ha vivido ayudando. Pasó el de 1971, el de 1985 y el de 2010. Claro que el de 1985 fue el peor porque la casa de la Cruz Roja sufrió serios destrozos; por lo que debieron trasladarse a atender al club de tenis en carpas. "No teníamos agua, ni luz, poníamos cartones para no andar en el barro. Pero en esas circunstancias difíciles, cuando todo se ve oscuro, cuando todo está destruido, surgía lo mejor de las personas. Viera usted cómo nos traían agua. La gente llegaba con botellas y cuando éstas se acaban, se las llevaban y las traían llenas de nuevo".

Y en su misma labor acompañó al comité internacional de la Cruz Roja en su visita a la cárcel de San Antonio y al recinto de Tejas Verdes después del 11 de septiembre de 1973. Se trata este de un capítulo que desea olvidar, del que no quiere hablar y del que poco ha dicho, incluso a su familia y compañeras.

"En la Cruz Roja una dice lo que hace, pero no dice lo que ve. Una guarda distancia de lo que presencia. Ese tema me lo guardo sólo para mí", dice.

-Es un tema difícil. No deseo hablar de eso.

Amelia cuenta que la mayor parte del trabajo en la Cruz Roja deja satisfacciones, pero también hay momentos complicados. "Como cuando la gente espera que les demos medicamentos o que les pongamos inyecciones sin receta médica. Nosotras no podemos hacer eso, no tenemos medicamentos. Mucha gente no entiende eso y una se lleva un mal rato, como si no tuviéramos voluntad. A veces nos dicen de todo, pero son casos contados".

En la sala del recinto de la Cruz Roja de Llolleo hay silencio. Amelia regresa al tema de aquella figura amenazante que le salió al paso en aquel endeble puente Llollito hace ya 50 y tantos años. "Yo sabía que era un asaltante, de esos tipos que cogotean a la gente y que lamentablemente, en ese sector habían algunos. La cosa es que yo lo conocía. Me armé de valor y me acerqué con seguridad. Le dije "buenas noches, soy de la Cruz Roja y voy a colocar unas inyecciones a un niño que lo necesita mucho. Es el hijo del Tocopilla, un masajista del Huracán. ¿Usted sabe dónde es…? El tipo me miró unos segundos sorprendido. Después no me quiso dar la cara y la agachó, pero me dijo que preguntara en la casa de don Juan Aspeé para que me dejara pasar por los patios, porque por el otro lado era muy peligroso", cuenta.

"Lo curioso es que esta persona que estaba ahí esperando a algún incauto, se ofreció a acompañarme. Chuta, dije yo. En esos años había unas ampolletitas chiquititas en las luminarias. No se veía mucho. Pero le acepté igual, esperanzada en que si no me hacía algo en las siguientes cuadras, no me pasaría nada. Gracias a Dios, no sucedió nada. Es más, me esperó hasta que pusiera las inyecciones", dijo.

-Sí. Estaba ahí.

-Regresamos a Llolleo y me dejó en Los Aromos donde había un restorán en lo que es hoy el Mercado Jardín. Me dijo "Ya, hasta aquí la dejo yo. No puedo seguir más allá porque me conocen". Yo también te conozco, le contesté y se fue. Al otro día me retaron en la Cruz Roja por el riesgo que había corrido.

Pero la vida le tendría deparada otra sorpresa a Amelia Núñez. Algo para lo cual no estaba preparada.

"Hace poco fui a un almacén en mi barrio de calle Cristo Rey. Había una persona que le preguntó a la señora que atendía, algo de mí. Ella le respondió: "efectivamente, ella es, quien viste y calza". No sabía de qué estaban hablando, pero este caballero se giró, me miró a la cara y me contó que yo le había salvado la vida hace mucho tiempo. No me acordaba, no lo conocía. Me dijo "yo soy el hijo del Tocopilla. Usted fue a mi casa y me puso las inyecciones que me permitieron seguir viviendo", relata emocionada.

-¿Qué hizo?

-Me quedé de una pieza. El me agradeció, se puso a llorar, me besaba las manos. Tenía 52 años.

-Sí, más que eso. Me sentí pagada y con la convicción de que todo lo que he hecho está bien. No puedo esperar nada más de la vida.

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