Cuasimodo
Aunque he vivido toda mi vida en sectores rurales de la comuna, nunca había visto una fiesta religiosa como el Cuasimodo de Lo Abarca. Como es tradición, ayer desde muy temprano se vivió una nueva versión de esta festividad que mezcla la costumbre del campo chileno y de la fe católica.
Casi un centenar de jinetes y un número aún mayor de fieles y curiosos repletó las calles de la mencionada localidad de Cartagena para entregar la Comunión a las personas que no pueden ir hasta la iglesia para recibir "el cuerpo de Cristo".
Me pongo en una de las veredas y miro desde cerca. Una carretela tirada por caballos lleva a un grupo de jóvenes vestidos de blanco tocando las campanas. El sacerdote camina acompañado por otras personas a un lado de la carroza.
"Mira, este es tu primo", le dice una mujer a un niño -que me llamó la atención por su parecido con el popular Zafrada- y avanza entre la multitud para sacar una foto con su celular.
Tal y como ella hay decenas de personas en la misma situación. "Saluda a tu tata", le dice un hombre a la niña que lleva en sus hombros. La pequeña no debe superar los tres años y mira con tanta fascinación como los adultos.
Las casas están abiertas de par en par para recibir la hostia y sus custodios. Globos blancos, amarillos y celestes adornan una de las viviendas más próximas a la plaza. Allí Carlos Tapia está esperando junto a su familia. El trámite es corto. Recibe la Comunión y se despide del padre y de sus custodios.
Afuera están los jinetes esperando. En cuanto el prelado se desocupa, parten a todo galope por las calles del pueblito e ingresan a la plaza. Los caballos levantan una gran nube de polvo, pero nada de eso importa, todos están atentos al paso de los equinos.
Me voy de vuelta a la polvareda, no me molesta, pero quiero ver la pantalla del celular para sacar una instantánea, cuando una señora de pelo castaño, pero muy parecida a la Presidenta Bachelet me mete conversa.
-"Molesta el tierral", me dice.
-"No, es que quería sacar una foto, pero no alcance", le respondí.
-"Está bonito esto, yo vengo siempre", me comenta.
-"Qué bueno. Yo, es primera vez", le sigo dialogando.
-"Yo vengo hace más de veinte años, si no me equivoco", dijo.
-¡Qué buena! Y ¿de dónde es usted?
- "Yo vengo de San Miguel, en Santiago. Tengo familia acá en San Sebastián así que aprovecho de venir siempre", agrega la mujer.
Seguimos conversando por un rato, le digo que trabajo para el diario y me pide que no le saque fotos. Me dice que su nombre es Elena Berríos Sánchez y se despide. Como ella, un importante número de personas ni siquiera son de la localidad. Vienen de muchas partes de la provincia, e incluso de la capital.
"A mí me gusta mucho venir, porque esto no se ve en todas partes y no se puede perder", comenta Rosa, una señora que camina a duras penas con una muleta, pero viaja de San Juan para ver el cuasimodo.
Mientras tanto, los huasos ya terminaron su cabalgata. Muchos se pierden por los rincones y se bajan del animal para compartir en familia. Otros se quedan ordenados frente a la iglesia para escuchar la misa del obispo Cristian Contreras, al aire libre.
Mientras la misa prosigue, me muevo con confianza entre los caballos. Sé que pueden patear, pero estos se ven mancitos. Después de caminar por aquí y por allá me topo con el concejal de Cartagena, Juan Cárdenas; él es uno de los tantos cuasimodistas que llegó hasta Lo Abarca.
A pocos metros del político local está Rodrigo Mora, un santiaguino que lleva diez años radicado en la zona. Me cuenta que llegó por amor y que nunca más quiso irse del lugar.
"Esta es la primera vez que participo en el Cuasimodo. Mi suegro siempre participa y ahora quise venir con él y mi hijo", relata.
"Llegué hace como diez años, mi señora es de acá y ya no me voy de acá", agrega el hombre que ayer debutó en la fiesta típica.
En la opinión de la gente no hay dos versiones: el cuasimodo tiene que seguir a toda costa y no extinguirse. Ojalá así sea. Por lo menos a mí, me dejó muy contento. J
l El cuasimodo es una fiesta religiosa muy común en la zona central de Chile que data desde los tiempos coloniales. Tiene como objetivo entregar la comunión a las personas que no pueden llegar a un templo. Generalmente, se hace una semana después de la Pascua de Resurrección. La costumbre nace por la necesidad de los clérigos de ir acompañados para evitar asaltos a manos de los bandoleros que asolaban los solitarios caminos de la época.