Lecciones de Manchester
por Abraham Santibáñez, Premio Nacional de Periodismo.
Al comienzo se pensó que era un nuevo capítulo de un debate ético: ¿Cómo se informa de un atentado como el de Manchester la semana pasada? ¿De los catastróficos incendios forestales y los terremotos en Chile? ¿O de un accidente como el de las niñas del colegio Cumbres? Sin embargo, lo que pudo ser una clase magistral desde el periodismo británico, terminó por diluirse en una serie de amargos reproches acerca de las filtraciones a los medios.
A las autoridades británicas les incomodó (por decirlo diplomáticamente) la publicación en The New York Times de varias fotografías referidas a la investigación de la bomba que hizo estallar el joven Salman Abedi en el Manchester Arena. No era una queja respecto del uso de imágenes lesivas para la dignidad de las personas. Su preocupación se basaba en que, en un caso de terrorismo, debe extremarse la reserva de las investigaciones. En este caso específico, lo que interesaba era de no adelantar juicios ni entregar información sensible: un artefacto del nivel tecnológico como el usado por Abedi, revelaba que no se trataba de un "lobo solitario". Gracias a la información reunida se concluyó que detrás suyo había una organización capaz de llevar a la práctica un plan bien concebido.
La queja de las autoridades la hizo pública la ministra de Interior británica, Amber Rudd. Lamentó con dureza que datos que habían compartidos con el Departamento de Seguridad Interior de Estados Unidos y con otras agencias de inteligencia se dieran a conocer por filtraciones.
Después de la protesta, Trump reaccionó en su típico estilo. Sin hacerse cargo de que eventualmente el "filtrador" podría haber sido él mismo, como ya ocurrió con los rusos, optó por mostrar una vez más su enojo con la prensa: "Esas filtraciones han estado ocurriendo durante mucho tiempo y mi gobierno llegará al fondo del asunto", prometió en un comunicado divulgado por la Casa Blanca.
Aunque más tarde Gran Bretaña volvió a compartir sus informaciones, dando por superado el incidente, persisten las dudas respecto de Trump. Habrá que ver si sus órdenes se cumplen o si él mismo entiende, finalmente, por qué no se debe entregar livianamente información reservada.
Pero en este round, se perdió algo tanto o más importante: la actitud ejemplar de la prensa británica. No hubo fotos de adolescentes heridas o, peor aún, cadáveres ensangrentados. No hubo entrevistas al estilo de "¿qué se siente al ver a su hija con el cuerpo destrozado?". No hubo primeros planos de padres o madres clamando justicia.
No es algo casual. Con el tiempo, los periodistas británicos -salvo excepciones, que las ha habido- han acogido los llamados a la prudencia, a eludir el sensacionalismo morboso. Como ocurrió en este caso, son capaces de reaccionar espontáneamente porque saben que no se les pide que falsifiquen la verdad u omitan aspectos sustanciales. Lo que hicieron fue entregar tanto la información de fuentes oficiales como las surgidas de su propio reporteo.
En momento en que Europa -y el mundo entero- enfrenta una amenaza terrorista creciente, ayudaron a conservar la calma. Minimizaron las especulaciones, no consultaron a opinólogos improvisados ni usaron sus espacios para el lucimiento personal.
Un gran ejemplo de responsabilidad profesional.