El sabor de la arepa: crónica del arribo de una venezolana a Chile
La integración multicultural comienza por casa, quizás desde la cocina: todo depende de cómo se instruya.
Hola. Ni hao. Privet. En español, chino mandarín y ruso. Tres maneras de saludar al comensal cuando llega a Mr. Chau, un pequeño local de comida china ubicado en Concón, en el que atesoré uno de los mejores recuerdos de mi arribo a la segunda casa de don Andrés Bello: Chile.
Llegué ahí casi por casualidad. Era mi primer viernes en el país cuando decidí buscar empleo en los locales de la zona. Admito que fue impresionante ver cómo la diáspora venezolana se masificaba por todas partes. Yo era una más.
Se podría pensar que fui recibida por un chino en aquel lugar; sin embargo, no fue así. Una mujer rubia de acento extranjero se encontraba detrás del mostrador. Era ucraniana, tenía unos 35 años de edad, entendía lo que era salir del país que te vio nacer por conflictos políticos y además era periodista, como yo. Me indicó que había una vacante de garzona, pero que debía esperar su llamado al final del día.
Esa misma noche recibí la mejor noticia hasta entonces. Había conseguido trabajo. Mi primer empleo. A las 11.30 de la mañana del sábado, fui recibida por una coterránea y además tocaya en el local. Me indicó cuáles eran las labores diarias.
El primer día me di cuenta de que había llegado a un restaurante asiático donde todos sus integrantes provenían de lugares distintos del mundo. No había discriminación, había integración.
El chef, Chileon, dueño del local y esposo de Anna, la ucraniana, era chino-chileno, el subchef era español, los ayudantes de cocina eran peruanos y chilenos, y el delivery y yo, venezolanos.
Una arepa para todos
Ver cómo Chileon y Anna mostraban interés por las costumbres de quienes trabajábamos ahí, me llamaba mucho la atención. Guardo un exiguo recuerdo de un jueves cualquiera. Chileon llegó con un empaque que decía 'harina de maíz precocida'. Me preguntó: ¿Te gustaría hacerlas? y sin dudarlo tomé el empaque de la mesa con una sonrisa de oreja a oreja.
Solo se puede hacer una comida exquisita con aquel producto: arepas. Prendí el fogón, con el miedo de una aprendiz, rocié aceite y ahí estaba ese humito, ese olorcito que te recuerda de dónde vienes.
Entre carcajadas, Chileon intentaba abrir la arepa. Tuve que ayudarlo la primera vez. La tomé con una servilleta, la rebané y le eché un trozo de mantequilla que se derritió de inmediato. ¡Qué cosa tan divina!, pensé saboreándome los labios. Era una mezcla perfecta, sobre todo, cuando integramos la carne mongoliana que había preparado.
No paraba de hablar esa noche de los múltiples rellenos de las arepas y sus nombres. Recordaba, entre mi tertulia, cómo cuando después de cada boda, 'guateque' o bautizo, terminaban todos los asistentes en una arepera de Caracas, probando una de 'Dominó' (porotos negros con queso blanco duro), 'Reina Pepiada' (pollo y palta), 'Pelúa' (carne mechada sazonada con pimentón) o 'con Perico' (huevos revueltos, cebolla y tomate).
Desde entonces todos en Mr. Chau cenábamos arepas con rellenos como la carne mongoliana o una preparación distinta de cualquier parte del mundo.
Lazos estrechos
Hubo una visita de un comensal muy apreciado por los dueños. Se trataba de don Gerardo, ex representante de la ONU y observador de grandes procesos multiculturales. Siempre ordenaba lo mismo: una colación de carne mongoliana y una bebida con hielo.
Ese día aproveché la ocasión para conversar con él por casi dos horas. Era una persona mayor, pero teníamos muchas cosas en común. Había vivido el gobierno del médico y político socialista Salvador Allende, y también la dictadura del militar Augusto Pinochet.
Yo había vivido el socialismo del ex presidente militar Hugo Chávez y acaba de salir del país gobernado por el régimen de Nicolás Maduro.
Le serví un café 'guayoyo' de granos molidos venezolanos para amenizar la conversa. Él ya lo había probado en uno de sus múltiples viajes, pero olfateaba el olor como si fuera un perfecto Chanel N° 5. "Exquisito", dijo.
Entre tantos temas, le comenté lo emocionada que me sentí al llegar al país y las lágrimas que brotaron de mis ojos al entrar a un supermercado y ver el papel higiénico o tantas manzanas rojas a precios accesibles (una manzana puede llegar a costar la cuarta parte del salario mínimo de un venezolano).
Para él no había sorpresa. Tomó mi mano en la mesa y con el tono más sublime que he escuchado aquí dijo: "Te entiendo, hija, aquí pasamos lo mismo. Estoy muy contento de que estén llegando a este país, porque ustedes nos ayudaron cuando lo necesitamos". Solo tuve una palabra: "Gracias".
Don Gerardo tenía razón. Crecí, jugué y fui a clases con amigos árabes, chilenos, peruanos, judíos, colombianos, ecuatorianos y pare de contar. Mis padres nunca me dijeron que dejara de tratar a alguien por su nacionalidad porque en Venezuela todos eran bienvenidos.
Esa tertulia la conservo en mi memoria, así como la amabilidad de Anna al ofrecerme la ropa de invierno necesaria para cubrirme del frío, la humildad de Chileon por hacerme parte de su cultura y darme el trabajo que necesitaba para establecerme en esta nación, y la oportunidad de probar sabores únicos de todas partes del mundo. De esa manera entendí que la integración no depende de los actos políticos que los gobiernos aplican: depende de la sociedad y de cómo cada ser humano acepta a otro como igual. Al fin y al cabo, somos producto de una mezcla de razas y el primer registro de la humanidad proviene de África y su sangre era roja.
Paká. Zaijian. Chao.