"Mis padres sobrevivieron al coronavirus"
En esta crónica en primera persona quiero contar cómo la irresponsabilidad de mi papá terminó poniendo en peligro la vida de mi mamá. Afortunadamente, al menos para nosotros, el covid-19 no fue más que un gigantesco susto.
Llevo cuatro meses sin ver a mi santa madre. A fines de enero me fui de vacaciones sin imaginar que, un mes después, San Antonio, Chile y el mundo ya no serían los mismos de antes.
Me atreví a contar esta historia, mi historia, por dos razones primordiales. La primera, y más importante, para dar un testimonio de que el coronavirus sí existe y de que la falta de conciencia -o compromiso social- puede resultar peligrosa. Y segunda, para decir que en mi caso familiar el temido virus no fue más que una bomba que no llegó a estallar.
Nueva realidad
Regresé de vacaciones a principios de marzo y preferí no visitar a mi mamá en Santiago. Yo había estado en Italia, donde recién se empezaban a contabilizar los primeros muertos por covid-19. Y opté por no exponerla a ella y me vine en bus a San Antonio, con otras 40 personas que sí pudieron haberse contagiado en caso que yo, a esas alturas, hubiese estado infectado. Pero no lo estaba ni lo estoy. Al menos hasta ahora.
No me arrepiento de no haberla visitado aquel día, pero la extraño. Y mucho.
Papá Contagiado
Estábamos a mediados de marzo y el fantasma del coronavirus ya estaba provocando pánico en los chilenos. Y en mi familia también. Mis dos hermanos, mis primos y mis tíos se encerraron en sus casas con varios kilos de alcohol gel y prohibiendo expresamente las visitas.
La única excepción, otra vez, fue mi padre. Como buen viejo futbolero, tenerlo en la casa era como mantener a un pitbull amarrado. Mientras las cifras de contagiados y fallecidos hacían prolongar el tiempo de los noticieros, él seguía manteniendo una vida prácticamente normal: cero medida de protección y reuniones casi diarias con sus amigos de la pelota y de la vida. Hasta ese instante para él el covid-19 no era más que un montaje inventado por los chinos con algún propósito desconocido.
A los 67 años es difícil hacer cambiar a la gente. Y mi papá, claramente, ya no va a cambiar. Todos, absolutamente todos, le dijeron una y otra vez que no saliera, que el coronavirus andaba a la vuelta de la esquina. Pero él no creyó en nada ni en nadie.
Pasaron pocos días hasta que un viernes sintió algo extraño. No se asustó. Eran los típicos síntomas de un resfrío común. Un poco de dolor muscular y un escalofrío soportable.
Ese sábado y domingo prefirió acostarse y el lunes se levantó antes del amanecer para cumplir con su trabajo en la construcción. De manera preventiva, lo enviaron a su mutual, donde le practicaron el PCR.
El resultado se lo entregarían al día siguiente, pero en la familia todos sabíamos lo que se venía. Por eso, a nadie le sorprendió cuando lo llamaron por teléfono para decirle que había dado positivo.
La noticia nos golpeó a todos. Fue como estar viendo una película de desenlace incierto. A esas alturas de marzo el miedo estaba desatado y para algunos el covid-19 ya era sinónimo de una muerte casi segura.
Pero mi papá es un hombre relativamente sano y sabíamos que podría resistir los embates de la enfermedad. El gran miedo era mi mamá, que a sus 71 años recibe tratamiento farmacológico para la diabetes y la hipertensión, además de su periódica lucha contra el sobrepeso. Ella sí estaba en el grupo de riesgo y, evidentemente, podía convertirse en presa fácil del, hoy por hoy, principal enemigo de la humanidad.
Las cosas se dieron como temíamos. Mi mamá había dormido con mi papá hasta el día de su diagnóstico y solo un milagro podía liberarla del virus. Ciertamente, el milagro no llegó y a los pocos días ambos pasaron a engrosar la larga lista de contagiados de Maipú, la comuna donde residen.
Distinto sintomas
Mi papá, desde el momento mismo del diagnóstico, no tuvo síntoma alguno. Al teléfono lucía alegre, chistoso y parlanchín como siempre. Salvo el dolor muscular y el escalofrío inicial, no sintió nada más durante el casi mes y medio que lleva de cuarentena XL. Lo que sí sintió, y mucho, fueron los incesantes llamados de todos sus familiares que preguntaban, muchos de ellos con pánico, por la salud de ambos.
Hubo días de histeria, de recriminaciones. Nadie le perdonaba a mi papá que no se hubiese cuidado como correspondía y que, por su culpa, mi mamá estaba exponiéndose a la muerte. Yo realmente me asusté, pero no perdí la esperanza.
El peor momento
El periodo de máxima tensión lo vivimos cuando ella comenzó a sentir intensos dolores de cabeza. Había escuchado de casos que se agravaban a las pocas horas y en algún momento pensé en esa delgada línea que muchas veces aparece entre la vida y la muerte. Seguía llamándola a diario. Le pedía que no viera tantas noticias y que no hiciera caso a tanta tontera. Recibía cien llamadas al día y en cada una le daban un consejo distinto: que kiwi, que jengibre, que limonadas calientes.
El tránsito por esa cuerda floja duró cinco o seis días, los mismos en que la jaqueca del coronavirus no dejó en paz a mi madre. Ella, mujer incansable y movediza, sucumbió ante los fuertes malestares -solo de cabeza- y terminó largas horas tendida en la cama. Por suerte, sin ningún problema respiratorio ni de otra índole. Su rutina, por esos cinco o seis días, se limitó a cocinar, comer y dormir. El sueño a veces es un buen analgésico.
Debo reconocer, eso sí, que en algún instante imaginé lo peor. Me acordaba de don Carlos Espinoza, el empresario de San Antonio que en esos mismos días estaba dando la lucha contra el coronavirus conectado a un ventilador mecánico, y en tantos otros chilenos que, como mis padres, estaban batallando contra la temida enfermedad.
Pensé en cosas triviales, como que no probaría nunca más los porotos con mazamorra de mi mamá o que nunca más la volvería a abrazar. Debe ser lo que piensan todos los hijos. Pero el virus fue benévolo con ellos. Ambos hoy están recuperados. Son sobrevivientes del covid-19.
Quise contar esta historia, mi historia, porque las personas, como mi padre, sí se contagian cuando son irresponsables y no toman las medidas de prevención adecuadas. Y como contagiados, ponen en riesgo a otras personas, como mi mamá, que sí están en peligro mortal ante un cuadro de coronavirus.
Los especialistas ya lo han dicho. El virus no se comporta de la misma manera con todas las personas. Mis padres tuvieron la fortuna de no llegar a un hospital ni a una UCI. Pero hay cosas extrañas en esta enfermedad. Mi hermano, que vive y pasó la cuarentena con mis padres -incluso compartiendo habitación con mi madre- hasta ahora no ha dado positivo, y eso que ya han pasado varias semanas desde que ellos recibieron el alta médica. Para mi hermano, de 29 años, el coronavirus "no existe".
Pero también quise contar esta historia como una luz de esperanza para todos aquellos que tienen o conocen a alguien con la enfermedad. Porque no para todo el mundo el covid-19 es letal. Si bien en el país ya superamos los mil fallecidos -entre ellos don Carlos Espinoza- y probablemente la cifra seguirá incrementándose durante los meses de invierno, al menos yo puedo decir que al coronavirus sí se sobrevive. Mis papás lo hicieron.
Ahora solo espero que termine la pesadilla, que la cuarentena y el cordón sanitario sean un claustrofóbico recuerdo. Sueño con entrar a la casa de mi madre, ver la mesa servida y encontrarme con esos deliciosos y únicos porotos con mazamorra que, aunque no lo crean, me hacen estar más cerca que nunca de los afectos y del inmenso amor que siento por la mujer que me dio la vida.
"A los 67 años es difícil hacer cambiar a la gente. Y mi papá, claramente, ya no va a cambiar. Todos, absolutamente todos, le dijeron una y otra vez que no saliera, que el coronavirus andaba a la vuelta de la esquina".
"El periodo de máxima tensión lo vivimos cuando mi mamá comenzó a sentir intensos dolores de cabeza. Había escuchado de casos que se agravaban a las pocas horas y en algún momento pensé en esa delgada línea que muchas veces aparece entre la vida y la muerte".