Estábamos con mi esposa y mis hijos en Santiago, el domingo 3 de marzo de 1985, cuando ocurrió el terremoto del Litoral Central.
Mi hijo, un niño en esa época, no estaba en casa; con movimiento y todo salí a buscarlo, hasta encontrarlo. Al enterarnos por la radio de que el terremoto había destruido gran parte de San San Antonio y al no saber de mi madre y hermanos, temprano al siguiente día, con mi esposa, cargamos el automóvil Nissan 160 J con utensilios para ir en ayuda de nuestros cercanos.
Lo insólito es que mientras viajábamos de Santiago hacia Llolleo, nos cruzamos en la carretera con cientos de vehículos, con personas huyendo de la costa. Hasta en los techos y parrillas de carga, con gente a bordo, invitándonos a que nos devolviéramos.
La escena era de película de terror. El miedo y la angustia personal se tornan sentimientos colectivos. Al llegar a Llolleo, todo el alumbrado público estaba en el suelo, calles con hoyos, el pavimento levantado y gran parte de las casas destruidas. El suelo constantemente se movía por las réplicas y la gente silenciosa se desplazaba por las calles como zombies, sin saber adonde ir. Al llegar donde mi madre, en calle Santa Rita, la casa estaba semidestruida, con el cimiento levantado y mamá acostada y vendada su cabeza. El terremoto la sorprendió en la misa católica del domingo en la tarde. El techo de la parroquia de Llolleo se derrumbó y mamá quedó atrapada bajo los escaños. Fue una de las sobrevivientes, rescatada por uno de mis hermanos, que fue sorprendido por el terremoto muy cerca, en la plaza de Llolleo. Al estar los suministros básicos cortados, tuve que ir a buscar agua, varios kilómetros alejados, en Barrancas, a una vertiente en la Estación de Ferrocarriles. Reunida toda la familia cercana, en una tarde nublada, fría y tétrica, junto al brasero repasabamos nuestras impresiones, mientras Rita, mi hermana, de homónimo nombre con mi madre, freía sopaipillas. Las velas que nos alumbraban, no sabíamos si sus llamas se movían por el viento que se colaba por las partes destruidas de la casa en que alojamos, o por las constantes réplicas. Como humanos rápidamente nos adaptamos y nos levantamos de los avatares de la vida. Así que dormimos con la pesadilla del movimiento telúrico continuo, sin mayor sobresalto.
Jorge Moreno Álvarez
03.03.2021