"Está en crisis la forma en que nos comprendíamos"
En "La política de la identidad", el nuevo libro del rector de la UDP y columnista, advierte los peligros de que cada uno defienda lo suyo sin mirar ni oír al del lado.
Por Cristóbal Carrasco
"La política de la identidad" es el octavo libro publicado (en los últimos seis años) por el abogado, académico y rector de la Universidad Diego Portales , Carlos Peña. En él, Peña intenta abordar una nueva concepción del mundo que -a su juicio- se ha tomado casi por completo el debate político: la creciente tendencia de los ciudadanos a identificarse de modo radical y exclusivo con un grupo (su pertenencia a un género o a un pueblo) para intervenir en la vida social. Este cambio ha producido nuevas encrucijadas sobre la vida política chilena, asegura Peña, y que se ha tomado la discusión constitucional y presidencial.
-¿Cree usted que los académicos deben participar de forma activa en el debate de la sociedad?
-Los intelectuales y académicos deben allegar razones y antecedentes al debate público. Los intelectuales no están a la altura de su tarea cuando se ensimisman y hablan nada más que a sus pares. Ellos deben, es lo que yo creo, participar de la esfera pública e intervenir en ella activamente.
-¿Y qué opina de quienes miran con desdén la "divulgación"?
-Si se entiende la divulgación como el esfuerzo de poner ideas complejas al alcance del lector medio y el público no especialista, me parece que ese es un deber de los profesores. No otra cosa hace uno en la sala de clases. Escribir ensayos dirigidos al público general, por otra parte, es una tarea que los intelectuales siempre han cumplido a condición, por supuesto, que sepan escribir con claridad, algo que, desgraciadamente, los especialistas no siempre logran del todo. No miraría con desdén ni a Baradit, ni a José Maza, por nombrar dos autores de éxito notable, cada uno a su modo. Por el contrario, cuentan con toda mi admiración; aunque es probable que los historiadores y los astrónomos que carecen de su talento les tengan algo de envidia.
La identidad
-"La política de la identidad" es un concepto reciente. ¿Llegó para quedarse?
-Pienso que sí. En el caso de Chile, al menos, estamos asistiendo a una crisis de la forma en que nos comprendíamos como comunidad. Uno de los rasgos de la sociedad chilena fue una extendida conciencia nacional: la idea que compartíamos una memoria común, un mismo origen que hundía sus raíces en un punto del tiempo. Esa conciencia nacional fue construida desde el estado mediante el aparato escolar. Se fortaleció, sin duda, luego de las experiencias bélicas y el relato de la historiografía. Hoy, sin embargo, esa conciencia está, por decirlo así, quebrada o en crisis: la irrupción en la esfera pública de los pueblos originarios y su reconstrucción de la memoria, es la mejor muestra del fenómeno. Se suma a ello la modernización capitalista. Al expandir el mercado -que es una forma de cooperación, digamos, fría e impersonal- se despierta el anhelo de pertenencia. Y la cohesión que se cree encontrar en las identidades múltiples.
-Citando a Slavoj Žižek,
El problema: cada uno es otro
No soy un automovilista negro. Nunca seré un automovilista negro. No sé lo que es mirar por el espejo retrovisor y ver las luces intermitentes y sentir que se me revuelve el estómago. Pero soy un ciudadano.
Mark Lilla
En una entrevista que apareció en la revista Elle el 1 de julio de 2021, Emmanuel Macron, presidente de Francia, el país donde se proclamó la universalidad de los derechos humanos y se inventó la idea de nación como una comunidad abstracta en torno a la ley, dijo que la francesa era una sociedad «gradualmente racializada», que poco a poco «remite a cada uno a su identidad». El resultado, dijo, es que esta «lógica interseccional lo fractura todo». Estoy, concluyó, «del lado universalista. No me reconozco en una lucha que remite a cada uno a su identidad o su particularismo».
Macron llamaba así la atención acerca de una disputa entre dos formas de concebir la vida política y social que parece estar hoy en expansión.
Una de ellas, a la que podemos llamar el punto de vista de la democracia liberal, concibe a la vida política como un ámbito en el que se relacionan sujetos que reconocen una condición común que les permite interactuar entre sí por sobre las diferencias particulares que los constituyen o por sobre las trayectorias vitales en que cada uno se forjó. Para este punto de vista, el hecho de que usted sea indígena, emigrante, hombre, transexual o proletario, no logra apagar un rasgo que compartiría y que lo iguala con quien es europeo, nativo, mujer, transexual o burgués. Ese rasgo sería la racionalidad que le permite trazar un plan de vida y adecuar el conjunto de sus actos a ese plan y cooperar e interactuar con otros en medio de un mundo plural. La razón le permitiría a usted tomar distancia de sí mismo, mirarse de forma reflexiva, relativizar las circunstancias de su clase, su etnia o su género, y deliberar en condiciones de igualdad con otros. Esa condición igual haría posible, además, contar con derechos de los que serían titulares todos los miembros de la clase de los seres humanos -«la familia humana», como aparece en la Declaración de los Derechos Humanos-, y sobre la base de esos derechos corregir o criticar las culturas cuyo valor final no provendría de sí mismas, sino del grado en que realicen los valores que se esconden en los derechos.
El otro punto de vista -que causaba la alarma de Emmanuel Macron- concibe la vida social como el encuentro entre personas diferentes, seres cuya identidad, por haberse forjado al interior de determinadas circunstancias históricas o culturales, algunos en una comunidad indígena, otros en un barrio burgués, los de más allá en una comunidad religiosa o integrista, no son capaces de reconocerse de forma espontánea como iguales. Los derechos universalistas -el primero de todos: el de la igualdad- ocultarían diferencias muy profundas entre las personas que si se ignoran favorecerían la dominación o la explotación de unos sobre otros. Al ignorar la forma en que cada uno configuró su memoria y la idea de sí mismo, los miembros de la democracia atribuirían sus distintas posiciones de poder a características intrínsecas, que sin embargo no serían sino formas naturalizadas de una herencia social. Detrás de la ciudadanía abstracta existirían individuos que habrían constituido su idea del yo y del mundo a su alrededor, definido su posición en la estructura social y la relación con los otros -como dominador o dominado, como quien padece las reglas o en cambio se ampara en ellas- no como resultado de su desempeño sino como fruto de la cultura en medio de la que se formaron. La racionalidad -que la democracia liberal atribuye a todos por igual- ocultaría ese hecho porque incluso lo que llamamos razón sería una forma de identidad que sirve de coartada para que algunos seres humanos dominen, exploten o menosprecien a otros.
usted señala que "en toda identidad colectiva siempre se esconde una fisura" ¿Cuál cree que es esa fisura que la sociedad chilena desea colmar?
-Hay dos maneras de describirla. Una es que el capitalismo (el tipo de modernización que Chile ha experimentado) al producir una mercantilización de la vida produce un vacío de sentido que las personas buscan llenar. El mercado, como se sabe, es una forma de cooperación abstracta que, paradójicamente, nos hace cooperar e intercambiar, pero sin comunicación alguna. Como explican los sociólogos: el mercado exige poco gasto comunicativo. Así la expansión del mercado se experimenta también como una vida aislada y a la intemperie. La otra es que es propio de la condición humana experimentar ese vacío: la cultura sería el esfuerzo permanente por llenarlo. Ambos fenómenos se experimentan en el caso de Chile. Hay desasosiego, especialmente en las nuevas generaciones, por una vida que se revela como fría e impersonal. Y hay, al mismo tiempo, es cosa de ver los reclamos en las paredes de Santiago, una lucha cultural, una demanda por nuevas formas de relacionarse.
Un futuro común
-Una de las claves de su libro es la función que tiene el derecho a la hora de regular los conflictos sobre identidad. ¿Cree que el derecho es una herramienta útil para esta clase de conflictos?
-Bueno, sí. Efectivamente. Una de las tareas del derecho en la sociedad contemporánea, es lograr, como decía Kant, que la libertad de cada uno pueda coexistir con la libertad de todos los demás. El mismo principio puede trasladarse al tema de las identidades: tenemos que concedernos un reconocimiento recíproco o mutuo (los diversos orígenes étnicos, identidades sexuales o de género, etcétera) y permitir igual acceso de todos al espacio público. Todo, sobre la base de algunas reglas comunes que no pueden ser otras que lo que conocemos como derechos humanos. Creo que esa es una de las tareas de la Convención Constitucional relacionada con lo que hablábamos antes: la necesidad de modificar la comprensión que tenemos de la sociedad chilena. Una vez que hemos tomado conciencia de que somos distintos, que nuestra memoria incluso puede estar dividida ¿cómo logramos, no obstante, tener un futuro común?
-Su libro es también una observación sobre las discusiones que se han dado en la Convención Constitucional ¿Cuán influida está la Convención por la política de la identidad?
-No cabe duda que la Convención Constitucional está fuertemente influenciada por la política identitaria. Es cosa de recordar ese día en que, al iniciar los debates, se pusieron múltiples banderas a la entrada del edificio el Congreso, subrayando que quienes allí se reunían poseían identidades (de género, orientación sexual, étnicas) distintas. Mi opinión, y el libro intentan argumentar en ese sentido, es que una cosa es la multiculturalidad y el reconocimiento de los pueblos originarios, y otra cosa distinta la política de la identidad.
-Al final de su libro, usted sugiere ciertos reparos sobre la "cultura de la cancelación": ¿Cree que la libertad de expresión está en riesgo?
-No cabe duda que la libre expresión encuentra hoy múltiples obstáculos: el negacionismo, la imposibilidad de dudar de ciertos hechos; o la protección de las identidades frente al discurso irónico o humorístico, limitan, como es obvio, la libertad de expresión. Desgraciadamente esos pretextos que dañan el debate y el diálogo, se han ido multiplicando. Poco a poco se ha ido expandiendo en la cultura (y lo que es peor a veces en las universidades) un conjunto de obstáculos a lo que se puede decir en público que, de pronto, es más eficaz que la simple censura estatal que practicaba la dictadura. La cultura de la cancelación, esto es, suprimir del diálogo a quien emite opiniones que se consideran incorrectas, es simplemente inadmisible. Nada de esto tiene que ver, por supuesto, con impedir el discurso de odio, que es otra cosa muy distinta.
"Todo esto, déjeme decirle, recuerda a Orwell, quien observó que el propósito de la neolengua que aparece en su novela 1984 no era solo proveer un medio de expresión a los partidarios del Ingsoc (el acrónimo con que designa al socialismo inglés) sino sobre todo hacer imposible otros modos de pensamiento, de manera que el pensamiento herético fuera 'literalmente impensable al menos hasta donde depende de las palabras que empleamos'. Como es fácil comprender, nada de esto es compatible con una sociedad democrática", añade Carlos Peña.
"La política de la identidad"
"Carlos Peña Taurus 212 páginas $12 mil