A nivel institucional, la evaluación docente es un instrumento, y en cuanto tal, un medio y no un fin. Sus resultados permiten obtener una señal de información de doble utilidad: hacia los docentes permite acceder a bonificación y apoyo en su desarrollo profesional; al sistema educativo le permite saber cuán lejos o cerca está su cuerpo docente de cumplir con las expectativas que en conjunto se consensuaron para orientar el trabajo en aula y el acompañamiento que los docentes requieren para eso.
Por lo anterior, se entiende que en el año 2022 se quiera suspender su obligatoriedad: procesos delicados requieren óptimas condiciones, y procesos regulares pueden tener excepciones, sobre todo si es por el bien de los docentes.
Pero la institucionalidad vigente en relación a evaluación docente requiere ser apoyada, al menos hasta que tengamos otro medio de producir las señales de información con las que el sistema se diagnostica y se organiza a sí mismo. Si de 2020 a 2022 fue voluntaria, se entiende por pandemia. Pero mantener su voluntariedad a futuro parece más bien un mensaje que invita a la incertidumbre: ya no nos interesa la información que nos provee. Y para llegar a esa conclusión creo que se requieren consensos políticos más amplios, tan amplios como los que le dieron origen primeramente. La voluntad del gobierno actual y la del Colegio de Profesores no es suficiente para reemplazar las lógicas institucionales que construimos durante casi 20 años.
Por lo anterior, considero necesario aprobar cuanto antes la voluntariedad del proceso 2022, pero afirmar cuanto antes la regularidad futura. Con esto logramos que, si se busca impulsar un proceso de reforma a la evaluación docente, esta reforma afecte al instrumento, pero mantenga a salvo el espacio evaluativo ganado en estos casi 20 años de funcionamiento.
Karin Roa Tampe
Académica
Facultad de Educación
U. de los Andes