Días de wurlitzer
Un recorrido musical nos lleva por el San Antonio de antaño, esa ciudad que no volverá.
Los ojos de los transeúntes extendían la mirada a los buques anclados en el azul que coronaba la vista de calle Centenario bajo el cielo porteño. A lo lejos el revoloteo de gaviotas anticipaba la llegada de lanchas pesqueras. A media mañana las pescaderías lucirían en abundancia piramidal langostinos, camarones, locos y ni hablar de la variedad de pescados que hoy brillan por su triste ausencia. Los cuchillos, filos danzantes en manos de los hábiles fileteadores, desvestían la blanca carne de grandes corvinas y congrios, negros, dorados o colorados, para todos los gustos. Contarlo hoy parecería un cuento de ficción o la inventiva de una mente imaginativa, pero no, así era nuestro San Antonio, donde todos se podían apoderar del banquete marino a buen precio.
Al atardecer desembarcaban tripulantes de barcos mercantes, cada uno de ellos cargaba el deseo de alivianar los largos días de navegación tras unas copas y el fugaz amor de cada puerto. Sus nacionalidades tenían una jerarquía bien conocida en el ambiente. Hasta donde recuerdo encabezaban la lista los griegos por sus pródigos gastos en regalos a sus ocasionales compañeras, también por el alto consumo en comidas y bebidas; para la leyenda el inolvidable rito de la danza helénica entre varones, cuyo clímax llega al romper platos como signo de alegría después de comer y beber. Tan aceptado fue el ritual que en la Boite Chevalier contaban con una buena cuota para esos fines, se trataba de satisfacer a esos generosos y alegres clientes. Claro está que cada plato estaba en la cuenta.
Comenzaban los 70, en la calle un paisaje sonoro, marcado por éxitos tan populares como La canción a Magdalena de Julio Zegers, tema triunfante en el festival de Viña del Mar. Su delgada figura apareció de compras por la feria de calle Lauro Barros uno de esos veranos, como olvidarlo si era famoso y encima era el primer hombre que veía en vivo y en directo con una larga y rubia cabellera; en una época de tradicional pelo corto regular. Para no olvidar las atestadas peluquerías de calle Bombero Molina en marzo, era imperativo cumplir con el riguroso corte de pelo escolar, por entonces era inadmisible que el pelo llegara al cuello de la camisa. Retomando la atmósfera musical, en otro género, conocido como "cebolla", se escuchaba hasta el cansancio el éxito de Ramón Aguilera y las Guitarras Viajeras "Que me quemen tus ojos", en las preferencias también destacaban los pegajosos ritmos tropicales, inolvidables las cumbias Quinceañera, La Piragua de Guillermo Cubillos y La Vaca Blanca. Más aún, ese mismo género guiaba el movimiento sensual de las bailarinas que destellantes en plumas y lentejuelas, eran artistas infaltables de la noche bohemia. También es una época de Wurlitzer, ese gran tocadisco que permite a los clientes programar su tema favorito con una ficha. La música invade moderadamente la calle desde El Lucerna, la Iquiqueña, El Goya, El Riviera y otros que alegran el paso por Centenario. La atmósfera es cuidadamente sonora, a salvo de estridencias, aunque otras voces daban identidad a la principal calle del puerto: Pooooobrees hííígados… cómo estarán esos hígados; canela!, canela!, canelitaaa, canela! Hasta esos pregones comerciales eran cantaditos y tan familiares que los personajes pasaron a ser conocidos como "La canelita" y "El pobre hígado". Están en la memoria esas figuras singulares que calzan con el yerbatero que visitaba cada cierto tiempo San Antonio, con su canasto de yerbas medicinales y el glorioso bailahuén entre ellas.
A esta atractiva vida le hizo ruido el terremoto de 1971, que como inesperada ráfaga hizo volar de la escena bohemia El Goya, El Millaray y El Lucerna. Se sintió la ausencia de tres lugares emblemáticos, sumado el cine Cervantes, fue la nostalgia encarnada en muchos sanantoninos. Sin embargo otros vieron oportunidades, uno de ellos fue el hombre que conocimos como Gilo Rojas, dueño de un humor entre blanco y picaresco, que es imposible sustraerlo de un cierto perfil criollo, a él se le ocurrió fundar el Café Paulina ante la pérdida de al menos dos fuentes de soda tradicionales. El tiempo transformó su café en otra tradición de San Antonio, conocido por sus completos, pero si alguien supo dar color a un negocio, fue don Gilo, quien estuvo en la caja por décadas y a su alrededor, cada mañana, los amigos de la vida tejieron charlas interminables, creo que casi lograron arreglar el mundo, al menos se les veía contentos y bien dispuestos. El paso de los años obligó a la remodelación del Café. Aparecieron las nostálgicas fotografías de los amigos, la familia y los personajes, que al igual que don Gilo, dieron forma, vida y sustancia a una ciudad puerto que se forjó en el siglo XX. Ese mosaico fotográfico guarda mudos retazos de historia en cada imagen, fotos sociales, familiares o carné; irremediablemente son rostros que nos traen la época del blanco y negro, del tiempo en que recién llegaba la TV y con un solo canal, también en blanco y negro. El tiempo trajo su retiro laboral, pero cada tarde, antes que el reloj marcara las cinco, invariablemente los pasos de don Gilo se dirigían al legendario Café Paulina. Si me topaba con él, el resultado era uno solo, terminábamos tomando juntos el té, seguía la conversa y las risas en su casa y yo sin hacer lo que me había propuesto, pero no cambiaría esas horas de memoria emotiva y mucho menos los relatos sobre su vida vinculada al comercio de San Antonio, anécdotas incluidas, sin descontar los chistes que fluían de su prodigiosa memoria. Aún siento la música en el aire y aún puedo anclar mis ojos en un mar imaginario de momentos felices.
"En otro género, conocido como cebolla, se escuchaba hasta el cansancio el éxito de Ramón Aguilera.