El largo combate a las pestes
Sin antibióticos ni vacunas, viviendo en condiciones higiénicas precarias, nuestros antepasados utilizaban asombrosos y primitivos medicamentos para tratar las frecuentes epidemias que asolaban al Reino de Chile.
En tiempos prehispánicos, nuestros indígenas recurrieron a la variada flora de nuestro suelo para prevenir y curar las más diversas dolencias. El pueblo mapuche, por ejemplo, empleaba la cachanlagua. Según el abate Molina en su "Ensayo sobre la historia natural de Chile", publicado en italiano en 1782, "su nombre en lengua chilena significa hierba contra el dolor de costado y, en efecto, es bastante útil para esta afección; a más, se le considera como emenagoga (que provoca la regla en las mujeres), resolutiva (hace desaparecer un tumor o una inflamación), purgante y febrífuga (que reduce la fiebre) por excelencia; su infusión, amarguísima en sumo grado, es un específico experimentado contra el mal de garganta; presenta un buen sucedáneo de la quina y posee el mismo olor que el bálsamo del Perú".
Pero las plantas en el pueblo mapuche también eran usadas para fines insólitos. El huilel lawen servía a las machis para pronosticar los males causados por los demonios; en tanto el huentru lawen lo utilizaban las mujeres para tener hijos varones y con el huedahue hacían pócimas para separar a los amantes.
Botica Colonial
Con la llegada de los españoles aparecieron enfermedades desconocidas en el Nuevo Mundo; la más terrible y frecuente era la viruela, que llegó a La Serena en 1561, y de allí avanzó hacia el sur diezmando a la población. Para curar esta y otras dolencias se recurría a las hierbas, ungüentos y bebidas, que era lo que se tenía a mano. Un informe de 1761 indicaba que los aborígenes "acostumbraban a bañarse y tomar bebidas frescas apenas les brotaba la viruela, con lo que conseguían disminuir la mortalidad".
Pero el año 1593 todo cambia, ya que arribaron los primeros misioneros de la Compañía de Jesús, dedicados a la educación y a la conversión de los aborígenes, aunque también se preocuparon de la salud de los habitantes de esta lejana provincia del sur del mundo. Para ello fundaron una botica en los inicios del siglo XVII, ubicada en el extenso convento de la orden que abarcaba la cuadra que comprende las actuales calles Catedral, Bandera, Morandé y Compañía, en Santiago.
Un dato curioso da cuenta de que en el año 1644 el boticario Andrés Ruiz Correa solicitó al Cabildo santiaguino su apoyo para que la Compañía de Jesús cerrara su droguería, aduciendo que la competencia en la venta al público comprometía gravemente su negocio. Finalmente, se llegó a un acuerdo impensado, pues debió hacer traspaso de su botica a los jesuitas. No se sabe si la oferta económica de los curas fue la que convenció al boticario.
Tres años después de esa negociación, el terremoto del 13 de mayo de 1647 sepultó buena parte de la botica, ubicada en la esquina donde convergen hoy Morandé con Compañía. El cronista y obispo de Santiago Gaspar de Villarroel describió la destrucción de la farmacia de los jesuitas en los siguientes términos: "Era el alivio de los pobres y el socorro de su casa; perdiéronse tres mil ducados en ella en vasos y drogas. Hago mención de esta pérdida, siendo las suyas tan considerables porque quedan los pobres todos sin reparo, sin consuelo".
Tras el sismo, la botica reabrió sus puertas y en un acta del Cabildo de Santiago se hace mención al significativo rol que cumplía: "(…) porque la dicha Botica está bien proveída de medicamentos de buena calidad y con grande aseo y buen aparejo de todos los instrumentos necesarios para la confección de los medicamentos y en gran disposición que no se puede mejorar ni ha habido hasta hoy otra botica igual en esta ciudad, ni que con más seguridad ni fidelidad se haya administrado a satisfacción de los médicos y de todo el pueblo".
En efecto, se trataba de un establecimiento que atendía día y noche, aunque no fueron pocos los reclamos de los vecinos, ya que el encargado de la atención nocturna no escuchaba los llamados a viva voz. No se sabe si el dormilón pertenecía a la orden o era un empleado de esta.
La expulsión de los Jesuitas
Como se sabe, corría el 26 de agosto de 1767 cuando los 380 integrantes de la Compañía de Jesús que había en Chile, junto a sus hermanos diseminados por América hispana, fueron expulsados por orden del rey Carlos III de los territorios de América.
En su botica tenían catalogados 916 productos, los que estaban almacenados en una gran sala donde había más de un millar de frascos, de todas las formas y materiales además de vasijas, alambiques, morteros, pailas, sartenes, ollas, escofinas (para limar huesos), balanzas y todo lo pertinente para la labor farmacéutica. Pero no había nadie que pudiera encargarse de administrar la botica, pues solo quedó en el país un jesuita, el hermano José Zeitler, de origen bávaro, hasta el año 1772.
En el catálogo de la farmacia había remedios de origen animal, mineral y vegetal que eran los más comunes. Existían fármacos impensados hoy día, como el ungüento de sapitos para aliviar hemorroides; la sal de víbora volátil, que servía para la circulación y se aconsejaba en caso de convulsiones y enfermedades del cerebro; las píldoras mercuriales, que se utilizaban contra la sífilis y en el tratamiento de afecciones a la piel y se preparaban con mercurio, miel, ruibarbo, pimienta negra y otros vegetales; la piedra de imán, que era ni más ni menos que óxido de hierro que se usaba en el tratamiento de jaquecas y neuralgias y en cataplasma, con litargirio (óxido de plomo); el aceite de olivas y trementina, para curar el ántrax; el aceite de lombrices, que se empleaba para dolores articulares y para sanar heridas; o el cáñamo que, en infusión , se utilizó en la gonorrea y para calmar los dolores de la cistitis.
1561 fue el año en que llegó la viruela a La Serena y de ahí se desplegó a gran parte de la población hacia el sur.
916 productos tenían almacenados los jesuitas en la botica que estaba bajo su administración en Santiago.